En la calle Cualquiera, n. º 13.
¿Has visto “Qué
he hecho yo para merecer esto?”. La peli
de Almodóvar, sí. Se ubica en un barrio
del extrarradio de Madrid. En un lugar como ese podría desarrollarse esta
historia. Aunque lo cierto es que, con
ligeros retoques, podríamos trasladarla a un chalet en una urbanización en La
Moraleja. Pero me resulta mucho más fácil imaginar una casa fea y grande, llena
de apartamentos pequeños, entre muchas otras casas y muchos otros apartamentos,
en un barrio de pocos recursos y escasas ilusiones.
Ahí, en la
calle Cualquiera, n.º 13, vive mi protagonista.
Y digo “mi”, porque yo escribo este relato y porque, desde luego, ella
no es la protagonista de su vida.
Ivana nació
en Penza, un lugar perdido en el mundo, donde se habla ruso. Emigró, dio tumbos, acabó casada con un
español. Buscaba una vida mejor o menos
dura. No la encontró. Sobrevive asustada, tratando de hacerse
pequeña, invisibilizarse, fundirse con las pareces del piso 5º A, de la calle
Cualquiera, n. º 13.
Su marido no
ha llegado todavía. Es viernes y es la
una de la madrugada. Mal día y mala hora.
La noche previa al fin de semana augura cerveza, porros, cubatas, algún tiro
si alguien invita, juego, pérdidas. La
hora, no demasiado tardía todavía, presagia que habrá tiempo para mucho de todo
lo anterior y muy mal humor, y gritos, y golpes.
Ivana habla
algo de español, no muy bien, lo suficiente para comprar, para explicar, para
pedir. El resto de lo que hace no
requiere idioma: llorar y sufrir tienen un lenguaje propio y universal.
En el 5º B
viven Antonio y Pilar, septuagenaria ella, octogenario él. Duermen regular, en parte porque su ciclo circadiano
es el que es a esa edad y en parte por lo que oyen al otro lado del
tabique. También en parte por lo que
temen escuchar. Son viejos, tienen miedo
de ese hombre grande, de ojos inyectados en sangre, bruto hasta en el saludo
del ascensor. Tienen pena por esa mujer
que pide ayuda en otro idioma. No es
necesario entenderlo. Los gritos y el
tono de súplica, alternados con los golpes e insultos, son un buen
traductor. Las cosas que pasan de
puertas adentro, quedan de puertas adentro.
En el 4º A
vive Lucía, una enfermera que normalmente trabaja en el turno de noche. No oye golpes, ni gritos, pero se pregunta
por qué su vecina de arriba parece insignificante, por qué los ojos llorosos,
el encogerse al menor ruido… Alguna vez
ha visto algún moratón bajo un espeso maquillaje. Alguna vez se ha preguntado: ¿será posible
que…?
En el 6º A
vive José Juan, le gusta que le llamen Doble Jota. 100% carne del barrio. Un hombre con todas
las de la ley. El macho alfa con todos
sus atributos, la piel marcada con tatuajes pandilleros de su reciente
juventud, la vida al límite del que cree que la provocación es el signo de los
valientes y el desprecio la cortesía para los que no son miembros de su
manada. Ha visto a la rusa, ha oído bien
la banda sonora de la pareja de abajo.
Entiende la situación. La rusa
está buena, muy buena. Hay que proteger
el territorio y marcar a la presa. La
rubia, con sus aires de niña buena, es una puta más, como todas. Hay que ponerlas en su sitio, y por si acaso,
como advertencia. Una hostia no le hace
daño a nadie. ¡Si lo sabrá él!
En el 4º B
vive Cristina, divorciada, con dos hijos a los que saca adelante con un trabajo
no malo del todo y mucho esfuerzo. Son
buenos chicos. No demasiado complicados,
no tan dóciles como para que la vida sea fácil. Demasiado ocupada para
enterarse bien de las algaradas. Tan
cansada como para no oír demasiado ruido, pero no lo suficiente como para poder
ignorarlo del todo. Entre sueños, jura y
maldice la suerte de la rubia insignificante.
Mañana intentará pensar para hacer algo.
Pasan los
días y los meses. La rusa parece irse
diluyendo, se está fundiendo con las paredes, con el portal, con el ascensor. Se asusta incluso cuando la saludan, baja la
cabeza, susurra una respuesta, se estira las mangas, se acomoda el pañuelo en
el cuello.
El viernes
pasado el jaleo fue tan fuerte como imposible de ignorar. Pilar, Lucía, Cristina, también Antonio y
Doble Jota lo oyeron claramente.
La
casualidad junta en el ascensor a las tres primeras el sábado por la mañana. Una
se atrevió a decir: ¡Vaya ruido anoche en el 5º A!; otra contestó: pobre chica…;
la tercera añadió: tendríamos que hacer algo.
Las tres bajaron la cabeza, algo avergonzadas.
La noche del
sábado alguien de la calle Cualquiera, n. º 13 marcó el 016.
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